nocturnidad
La ciudad se duerme con el ronroneo de los pocos coches que contradicen mi marcha en mitad de la calle. Los edificios mudos se inclinan a mi paso cerrándome la visión de las estrellas, hundiendo mi mirada en el asfalto, llenando mi cabeza de pensamientos que fluyen como el frío aire nocturno de un otoño tardío que juega a disfrazarse de invierno.
La bufanda se asoma por debajo del abrigo y se balancea al ritmo de mis pasos, animándome a seguir, indicándome el camino, amenazando con enredarse entre mis piernas y hacerme caer.
En la siguiente esquina, un piano bar exhala su suave aroma de jazz, trasladándome unos segundos a los años en los que la música aún penetraba hasta los huesos y dominaba los cuerpos, moviéndolos como títeres a través de los hilos invisibles del baile. Pero el hechizo desaparece en cuanto la distancia tras mis pasos me devuelve al silencio de una noche que no puede borrar el eco de sus latidos diurnos.
Abandono el bosque de edificaciones y un claro se abre en el cielo, donde el faro lunar me guía a un puerto solitario en el que no hay nadie esperando. Desearía compartir esta visión con otros ojos, calmar este frío con otras manos, sellar este silencio con otros labios.
Las luces atenúan la impaciencia, aumentan la intimidad. Solitarias zancadas de libertad, de tranquilidad, de belleza urbana mientras cruzo el puente sobre el Turia.
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